Edith Wharton La casade la alegría
jabón. Se apartó, recogiéndose las faldas con impaciencia, y al hacerlotuvo la extraña impresión de haberse encontrado antes en situaciónparecida, aunque en un ambiente distinto. Le pareció que bajaba laescalera del inmueble de Selden y, al buscar la mirada a la culpable parareprenderla por la inundación jabonosa, vio los mismos ojos que se habíancruzado con los suyos en circunstancias similares. Era la fregona delBenedick, que, apoyada sobre sus codos enrojecidos, la miraba con lamisma implacable curiosidad y la misma resistencia aparente a hacerlesitio. En esta ocasión, sin embargo, la señorita Bart estaba en su propioterreno.-¿No ve que quiero pasar? Aparte el cubo, por favor -ordenóbruscamente.Al principio la mujer pareció no oírla y luego, sin una palabra deexcusa, empujó el cubo y secó el descansillo con una bayeta húmeda, sindejar de mirarla. Era intolerable que la señora Peniston empleara apersonas como aquélla, y Lily entró en su habitación decidida a exigir quela mujer fuera despedida aquella misma tarde.De momento, sin embargo, la señora Peniston era inaccesible acualquier reclamación, ya que desde primeras horas de la mañana estabaencerrada con su doncella, repasando sus pieles, un proceso queconstituía la culminación del drama de renovación doméstica. Por la nochese encontró igualmente sola porque su tía, que rara vez cenaba fuera,había respondido a la convocatoria de una prima Van Alstyne que sehallaba de paso en la ciudad. La casa, en su estado de orden y limpiezaantinaturales, era deprimente como una tumba, y cuando Lily, al terminarsu frugal cena entre aparadores cubiertos por sábanas, entró en elinhóspito salón, tuvo la sensación de haber sido enterrada viva dentro delos sofocantes límites de la existencia de la señora Peniston.En general evitaba estar en casa durante el baldeo doméstico, peroen esta ocasión una serie de razones se habían confabulado para atraerlaa la ciudad, y la primera era haber recibido menos invitaciones que decostumbre para el otoño. Estaba tan acostumbrada a ir de una mansióncampestre a otra hasta que el fin de las vacaciones obligaba a susamistades a volver a la ciudad que los intervalos de tiempo libre le dabanuna extraña sensación de decreciente popularidad. Era cierto lo que lehabía dicho a Selden: la gente se estaba cansando de ella. Sería bienacogida en un nuevo papel, pero como señorita Bart se la sabían dememoria. Ella también se sabía a sí misma de memoria y estaba harta desu personaje. Había momentos en que deseaba con fuerza algo diferente,algo extraño, remoto e inexplorado, pero los juegos más audaces de su100